Pintura

PINTURA DE CABALLETE

Virgen con el Niño. Antiguo Lienzo del Simpecado. Anónimo. Primera Mitad del siglo XVIII.

Es curioso para el que se acerca a contemplar esta pieza, el tamaño y la forma un tanto atípica de la misma. Ésta responde a la función para la que fue concebida, que no es otra que ser procesionada cosida a la tela de un Simpecado

Estas insignias eran utilizadas en el origen de la Hermandad para el rezo diario del Rosario Público por las calles. Para ello contaban con tres estandartes. El primero, usado en los días de ordinario en que se contemplan los Misterios  Gozosos y Gloriosos, presentaba una visión de la Virgen con el Niño que seguidamente analizaremos. El segundo, para los Dolorosos, las Penitencias y Difuntos, consistía en un paño morado con 22 estrellas bordadas en plata donde se venera una Virgen Dolorosa y el último, aún conservado, se empleaba para las grandes Solemnidades de la Hermandad, como por ejemplo el día de la festividad litúrgica de la titular, representándose de nuevo la Virgen con el Niño.

La pieza que nos ocupa nos presenta, sobre un fondo neutro de tonos áureos, a la Santísima Virgen sedente, siendo una interpretación idealizada de la titular de la capilla. La imagen viste una túnica roja hasta los pies y sobre ésta un manto celeste siguiendo la iconografía más tradicional en cuanto al atuendo de la Madre de Dios. En cuanto al tratamiento de los paños hay que destacar el marcado movimiento de los mismos, intensificados por la acción de la luz, creando efectos de claroscuros que van dando volumen a los pliegues.

Siguiendo la iconografía de la obra de Jerónimo Roldán, el Niño aparece desnudo, con tan sólo un pañal, de pie sobre la rodilla derecha de su madre, ofreciendo el rosario a los fieles que se acercan a rezar. El brazo izquierdo de la Virgen se repliega junto al pecho sosteniendo el cetro, símbolo de su realeza. La visión se completa con la luna a sus pies, elemento tomado de la visión apocalíptica relatada por San Juan, así como elementos letíficos que son portados por los querubines ubicados en la parte inferior del óvalo. En ellos encontramos claras evidencias de la influencia ejercida por la escuela de Murillo que desde el siglo XVII ha marcado, incluso hasta nuestros días, la producción pictórica de esta ciudad.

El rostro de la Virgen, enmarcado por una cabellera tocada a su vez por un paño muy aéreo, presenta una morfología redondeada, ligeramente inclinada hacia la izquierda en clara oposición al Niño que se deja ir hacia la derecha. Presenta ojos entornados achinados, cejas muy finas y labios muy pequeños y rosáceos en contraste con la palidez nacarada de la tez, tan del gusto dieciochesco.

En esta obra es evidente el empleo de la composición triangular que dirige la mirada del que la contempla al vértice superior, donde se encuentra el rostro de la Virgen. Desde este punto parten los lados del triángulo equilátero. Podemos establecer una línea imaginaria que parte desde el rostro femenino, pasando por el del Niño, deslizándose hasta llegar a la cara del querubín que sostiene la palma. El otro segmento, partiendo del mismo punto, discurre hacia la mano que sostiene el cetro hasta desembocar en el intento por unir las manos de los dos niños situados en el extremo inferior derecho del cuadro. Con una pincelada muy suelta, desdibujando los contornos, dándose primacía al color, es fundamental en la pieza el tratamiento de la luz que va construyendo los volúmenes.

Tras una restauración en la última década del siglo XX, donde tras una labor de limpieza y consolidación, hoy se pueden apreciar en toda su riqueza. Para facilitar la comprensión de los mismos, se ha procedido a enmarcarlos con unos cuadros de panel dorado con aplicaciones de talla en los vértices, donde se adapta la forma ovalada de las pinturas al cuadrado del marco de hojarasca que los sustenta.

Virgen Dolorosa. Antiguo Lienzo del Simpecado. Anónimo. Primera Mitad del siglo VIII.

Al igual que en el caso anterior, este óvalo procede de un Simpecado de los empleados para el ejercicio ordinario, especialmente en Cuaresma y el mes de los difuntos, que contemplan los misterios Dolorosos.

La imagen de la Virgen aparece ocupando toda la diagonal mayor del cuadro, inserta en un paisaje donde se aprecia a la derecha el monte Calvario, con las tres cruces desnudas y a la izquierda un leve bosque con alusiones letíficas, como es el caso del ciprés. Desolada, se nos muestra ataviada con una túnica ceñida a la cintura por un cíngulo y manto negro. El rostro, compungido por el llanto, aparece rodeado de un tocado blanco con numerosos pliegues cubriendo todo el cabello.  La cabeza se inclina ligeramente hacia la derecha, dirigiendo su mirada hacia la diestra con la que sostiene la corona de espinas de su Hijo, mientras con la siniestra  sostiene el pañuelo con el que enjuga sus lágrimas. Su iconografía se completa con la corona que porta sobre sus sienes. Esta pieza está tomada de los modelos realizados, por aquellos entonces, en la orfebrería, compuesta por un canasto con profusión de decoración, generalmente con motivos de rocalla y una ráfaga circundándolo donde se insertan multitud de rayos, rematando en una cruz sobre el globo terráqueo.

La figura se recorta del fondo mediante una línea rotunda que marca el perfil del vestido, por lo demás, prima el color sobre la línea. Emplea pinceladas sueltas que van produciendo numerosas veladuras en toda la superficie pictórica. Hay que destacar el tratamiento de los paños con gran destreza en la aplicación del movimiento a los mismos, como se puede apreciar claramente en el tocado y el pañuelo, donde se evidencia la técnica del claroscuro producido por el juego de luces y sombras.

Virgen del Rosario. Lienzo del Simpecado de gala de la Hermandad. Anónimo. Óleo sobre lienzo.

Ocupando la zona central del paño bordado del Simpecado de gala de la Hermandad, recientemente restaurado en los talleres de Santa Bárbara, nos encontramos con una nueva representación de nuestra Señora del Rosario. Si la comparamos con la anteriormente citada observaremos en esta nueva representación la presencia de los atributos reales de María, dando a la iconografía un carácter más solemne y majestuoso. Se ha eliminado toda ambientación celestial con la presencia de querubines y elementos letíficos, optando por ocupar todo el espacio por la efigie mariana.

Nuevamente vestida con una túnica jacinto y manto azul, es de destacar el excelente tratamiento de los paños con plegados que dan dinamismo a la figura. Para ello el pintor eleva la rodilla izquierda de la Virgen, rompiendo así la rotundez de la forma, produciendo al tiempo todo un juego de pliegues en forma de V, que dan a su vez, por la incisión de la luz, el contraste de luces y sombras que configuran el volumen de las telas. El manto se recoge en el cuello, abrochado en el centro bajo el amplio escote, cubriendo ambos hombros.

El rostro de la Virgen, de facciones redondeadas, se gira hacia la derecha, ensimismada ante la presencia de su Hijo. A diferencia de todas las representaciones que hemos estudiado, en esta ocasión, el cabello en forma de larga melena rizada, se presenta descubierto en su totalidad, sin toca.

El Niño presenta un marcado contraposto, dejando caer el peso del cuerpo sobre la pierna derecha, mientras la izquierda reposa. La postura de sus brazos recuerda con bastante fidelidad a la de la obra escultórica de Jerónimo Roldán, con el brazo derecho levantado y el izquierdo en actitud de sostener el rosario. La figura es muy apolínea, cargada de la elegancia y la prestancia propia de toda representación de estilo rococó. Nuevamente el Niño aparece desnudo, cubierto de un paño de pureza de tonos dorados.

Quizás sea la presencia de los atributos reales lo que marque la principal diferencia con la lámina del otro simpecado, justificándose por la funcionalidad de esta insignia reservada para las grandes solemnidades. Tanto la imagen del Niño como la de la Madre, aparecen tocadas de Corona Imperial, formada por un aro o diadema sobre las sienes y unas volutas o imperiales que, partiendo del canasto, se unen en un punto donde se coloca el globo terráqueo redimido por la cruz. Ambas piezas, de carácter suntuario, guardan relación con el quehacer artístico del gremio de los orfebres en el siglo XVIII. Una libertad a la hora de la interpretación por parte de el autor es colocar al Niño, en vez de la cruz propia de la iconografía de la imagen titular de la capilla, el cetro en la diestra, careciendo la Virgen de este atributo, tan propio de su representación. El rosario, sostenido por ambas figuras, es el tercer elemento de orfebrería que se representa en el lienzo. El conjunto de cuentas engarzadas en oro se completa con una cruz, de la que penden medallas de devoción.

Si en el otro óvalo contemplábamos a la Virgen sentada sobre un trono de nubes, ahora lo hace en un lujoso sillón, el cual responde a un modelo dieciochesco, realizado en madera tallada y dorada con decoración de motivos de rocalla evidente en el respaldo y posabrazos. Mediante esta representación, nos podemos hacer una idea sobre cómo debió ser el sillón original en el que se ubicaba la talla titular de la Hermandad, la cual presenta bajo los brazos, en el vestido, lagunas de estofado que debieron coincidir con los brazos del mencionado sillón, bastante bajo respecto a los hombros. Podemos establecer un paralelo, para hacernos una idea, con el sillón de la Virgen de  Europa, conservada en la sevillana iglesia de San Martín, procedente de un desaparecido Retablo callejero.

La Virgen ocupa todo el eje de simetría en primer término y tras ella, apreciamos un fondo aéreo dividido mediante la intensidad del color. Alrededor de la Virgen se emplean tonalidades brillantes que otorgan carácter de santidad a la figura. Sin obviar la estética tradicional de la escuela sevillana influida por el genio de Murillo, la pieza tiene un carácter plenamente rococó, llena de dulzura, suavidad, elegancia y prestancia; siendo lo que la lleva a ser una de las obras príncipe de la colección que atesora la Hermandad.

Crucificado. Anónimo. Fines del siglo XVII – principios del XVIII. Óleo sobre lienzo.

Pese a la desafortunada restauración a la que fue sometido, en este cuadro aún se pueden apreciar ciertos valores que nos llevan a calificar la obra como la mejor de las pinturas de la capilla de los Humeros. Sus rasgos estéticos permiten vincular esta obra a la escuela de Murillo, fechado aproximadamente a fines del siglo XVII o principios del siglo XVIII.

Sobre una cruz arbórea aparece Cristo muerto clavado mediante cuatro clavos, dos en las manos y uno en cada pie. Los brazos permanecen en tensión, motivada por el peso del cuerpo inerte. La cabeza, sin corona de espinas, se reclina sobre el hombro derecho, como indica el Evangelio de San Juan. El cuerpo no presenta ninguna muestra de patetismo, ni el dramatismo del momento de la muerte. No hay presencia abundante de sangre, solamente algunas gotas en el rostro y a lo largo del cuerpo.

El paño de pureza está liberado de los movimientos forzados producidos por el viento, tan sólo se eleva y pliega sobre la pierna derecha mostrando una tela suave y vaporosa. Sabemos que el brutal tormento de la cruz ajusticiaba al reo completamente desnudo. Presentar a Cristo con esta tela, tapando pudorosamente sus caderas, responde a una piadosa tradición medieval que cuenta que al llegar la Virgen al Calvario y ver a su Hijo desnudo, tal fue su vergüenza que se quitó la toca y cubrió la desnudez de Jesús.

Sobre la cruz aparece clavado el titulus, con las iniciales INRI, orientado hacia el lado contrario a la cabeza.

La figura de Cristo ocupa toda la superficie del cuadro sobre un fondo oscuro carente de paisaje que hace que la imagen centre toda la atención de quienes la contemplan. La luz incide sobre ella creando leves contrastes de claroscuro.

PINTURA AL FRESCO

En el mes de Marzo de 1930 se reabría al culto la capilla de los Humeros tras una remodelación interior cuyo resultado es el que hoy contemplamos. Retirados los altares de San José y la Purísima, quedaban al descubierto los muros que comprendían el interior de las arcadas del último tramo de la capilla. Con la colocación del zócalo cerámico quedaba libre un amplio espacio en la zona superior hasta el arranque de la bóveda.

Las continuas humedades que atacan los muros de la capilla hicieron que en pocos años las pinturas se deterioraran. El elevado coste que supone la restauración de los frescos hizo que la Hermandad solicitara a Bellas Artes una subvención para acometer esta empresa, determinando los especialistas cubrirlas con una capa de cal a mediados de la década de los años 70 del pasado siglo XX.

Tras la consulta de la Fototeca del Laboratorio de Arte de la Universidad de Sevilla, localizamos dos fotografías realizadas el 15 de diciembre de 1948 por Manuel Moreno donde se reproducen los dos frescos desaparecidos. Este hallazgo nos permite conocer una de las obras de madurez del artista gaditano, nacido en 1889 y muerto en Sevilla en 1968.

Las fotografías, en blanco y negro, impiden hacer un estudio sobre el colorido y los efectos lumínicos  empleados por el artista, pero sabemos por especialistas que han estudiado otras obras, que suele emplear una gama de tonalidades muy variada, dando gran efectismo a sus composiciones de influencia modernista.

La Inmaculada Concepción sigue dentro de la tradición iconográfica implantada en la ciudad por Murillo. Se optó por ella, según se recogía en una inscripción al pie del fresco, por conmemorarse el LXXV aniversario del Dogma. Ubicada en el muro de la Epístola, la Virgen ocupa todo el eje de simetría de la obra, rodeada por querubines en grupos que ofrecen, jugueteando entre los vuelos del manto, frutos y flores a la Virgen. En este sentido tenemos que señalar entre las ofrendas frutos tan inusuales como plátanos, naranjas, limones y uvas, indicadores de la adscripción a la corriente simbolista europea de Hohenleiter. Otros elementos como las azucenas siguen en la línea clásica, siendo la flor preferente para representar la virtud de la virginidad.

El rostro de María se gira levemente hacia la izquierda, en contraste con los vuelos del manto, dando un mayor dinamismo. Las ropas se encuentran muy agitadas por el viento, recogiendo el manto sobre el pecho con los dos brazos. La melena, propia de este tipo de iconografía mariana, cae en grandes mechones sobre el hombro derecho, dejando el cuello y el hombro izquierdo al descubierto, con el fin de acentuar el efecto anteriormente comentado. Los rasgos faciales apuntan claramente hacia el Naturalismo. Es curioso que el rostro aparezca velado, poco frecuente en este tipo de representaciones. El aro de estrellas que rodea la testa está tratado como si fuera una pieza de orfebrería.

Los querubines que rodean la Inmaculada están realizados mediante escorzos muy forzados y dinámicos que dan buena prueba del dominio del dibujo del artista. Podemos distinguir cuatro grupos de niños a derecha e izquierda, en los espacios delimitados por las curvas del contorno de la figura femenina. Los grupos superiores, cercanos al rostro están formados fundamentalmente por cabezas aladas, apareciendo en la izquierda únicamente dos ángeles completos. La presencia de los querubines sirve de línea divisoria entre el fondo, donde la claridad del colorido alude a la santidad, y el cielo, que se abre en primer término para mostrar la pureza de la Madre de Dios. En el tercio inferior, tres querubines a la derecha se afanan en ofrecer a la Virgen los frutos de la tierra. Sus cuerpos presentan posturas muy forzadas, siendo los de la izquierda los que muestran las azucenas. En estos motivos iconográficos vemos claras influencias del Modernismo, evitando lo clásico y tradicional, llevando la presencia de lo cotidiano y anecdótico a la obra religiosa.

La tonalidad de grises que presenta la lámina impide hacer un estudio sobre el uso del colorido, pero el marcado contraste entre los claros y oscuros indican la incidencia de la luz, configuradora junto con el dibujo de los volúmenes, aspecto que queda patente especialmente en el manto que cubre la rodilla derecha de la Inmaculada.

Podemos establecer un paralelismo entre la obra de Hohenleiter y la ejecutada por Gonzalo Bilbao en 1902 para el Protectorado de la Infancia de Triana Stella Matutina, donde aparece una Inmaculada que, aún siendo más aérea, en cuanto a la vaporosidad de los paños, posee la misma postura con las manos en el pecho y el rostro inclinado hacia la izquierda cubierto por un velo de gasa.

La entrega del Rosario a Santo Domingo de Guzmán, se situaba enfrente de la ya comentada, en la última arcada del muro del Evangelio, en un espacio de iguales características y medidas. La Virgen sedente con el Niño desnudo sobre la rodilla derecha, siguiendo el modelo de la Virgen titular de la capilla, ofrece al santo castellano el rosario. Este tipo de representación muy difundida por la Orden de Predicadores responde a una creencia popular en la que se considera al santo dominico el creador y difusor de la oración del rosario.

Podemos distinguir dos planos en la composición. En primer término, ocupando los 2/3 inferiores de la obra, se sitúa el santo, de gran tamaño, de espaldas al espectador, en actitud de contemplación. Toda la figura está compuesta fundamentalmente mediante el tratamiento de la capa del hábito, en la que se vuelve a hacer presente la importancia de la luz configurándola del volumen del tejido y el fuerte predominio del dibujo. De clara influencia modernista es el jarrón de azucenas que se localiza en el extremo izquierdo del fresco, al lado de Santo Domingo. En él podemos notar el gusto por lo decorativo.

En el tercio superior aparece la Virgen rodeada de un grupo de querubines que, como en el caso de la Inmaculada, delimitan el espacio del celaje, alterado por la luminosidad de la aparición. Nuevamente opta por forzados escorzos en el tratamiento de la anatomía infantil que se retuerce ante la cegadora luz que rodea a María.

Podemos apreciar en la configuración del espacio donde se desarrolla la escena, una técnica deudora de la tradición barroca íntimamente ligada al espíritu artístico de la ciudad, consistente en la separación de los dos estadios: cielo y tierra, mediante una línea divisoria formada por el contraste de luz y sombra. En los dos tercios superiores, el rompimiento de gloria, de tonos claros y luminosos, da muestra de la presencia de la divinidad, donde todo es limpio, claro, bello, luz… en contraste con el último tercio, la tierra, sumida en la oscuridad del pecado, de lo corruptible. Entre los dos mundos, tras la obra redentora de Cristo, se abre una puerta que permita ascender de lo caduco a lo eterno. Aquí se coloca el “rosario bendito de María, cadena dulce que nos une a Dios”  El artista coloca el acto de la entrega en sí en el centro de la composición, en un juego de manos que refleja los pasos a seguir para alcanzar el fin deseado con la práctica rosariana: la del santo que espera anhelante, la de la Virgen misericordiosa que ofrece su mediación y finalmente la del Niño, que sostiene el extremo último del rosario.

La Virgen viste túnica de amplios pliegues, muy rotundos, provocados por los violentos contrastes de las luces y las sombras. Sobre la falda reposa el manto, evitando así la forma tradicional de vestirlo echado sobre uno de los hombros. Por el tono grisáceo de la fotografía podemos suponer que fuese de color azul, en contraste con el vestido posiblemente color jacinto. La cabeza esta cubierta por el velo, el cual deja la mitad superior del rostro tamizada por la sombra que produce la tela, lo cual  produce sensación de realismo a la figura.

Sobre la rodilla derecha, el Niño de Dios se muestra totalmente desnudo, con una anatomía propia de un pequeño de la más tierna infancia. Resbalando por la rodilla de su Madre, parece ajeno al acontecimiento que se está llevando a cabo, obviando el carácter de su divinidad para dar protagonismo a su condición humana aceptada para redimirnos del pecado.

Además de esta obra, en la técnica del fresco, se realizó la decoración de la Bóveda de la Capilla, posiblemente obra de Hohenleiter, gracias a la donación del hermano José Sousa concluida en abril de 1927 Las pinturas se cubrieron al mismo tiempo que la de los muros laterales. Ésta estaba pintada en tonos ocres, decorada con motivos geométricos y florales; todo ello constatado  por los restos que se pueden apreciar tras el desprendimiento de la pintura que los recubre. Testimonio orales que han conocido la obra, apuntan que eran de escaso mérito y que por su tonalidad, predominantemente marrón, agobiaba el espacio.